Míriam Somavilla (Nany): publicado en los avisos fúnebres del diario La Voz del Interior, de Córdoba, Argentina, el 2 de octubre de 2005.
I
Las palabras de Nicolás Pedrada lograban aterrar y acongojar a toda la ciudad. Tenía el poco feliz don de anticipar las desgracias ajenas, y lo hacía con frecuencia. Alto, retraído, joven y muy delicado. Y sus palabras: enigmáticas, pero certeras. Había logrado llenarnos de atroces miedos de futuros inevitables. A mi hermana Celia, le dijo aquella vez inolvidable:
–La pulcra señora morirá por su sangre.
Tiempo después murió la tía Zulma, y aun después se supo que Laura, su única hija, la había intentado matar porque la tía Zulma no la dejo ir a un recital de Perdidos, una novedosa banda de rock juvenil que se presentaba esa noche en la ciudad.
Se ha dicho asimismo que Nico predijo el tumulto que hizo renunciar a su cargo al intendente de Peonías hace tres años, el incendio de la fábrica de juguetes Mora hace dos, y la catástrofe de la escuela secundaria del barrio Sur el año pasado. A todas esas desgracias anticipadas se las pretendió esquivar de antemano, pero las palabras de Nico eran tan enigmáticas que no se podía descubrir su sentido sino hasta que la desgracia ya había ocurrido. El día que me anunció: “Morirán de cinco puñaladas”, supe que para nosotros todo había terminado.
Nico era un médico de treinta y cinco años, que después de ejercer su profesión durante unos ocho, decidió bruscamente abandonar su puesto en la clínica en la que trabajaba. Todos nos preocupamos mucho, pero como Nico, aunque vivía solo, era de muy buena posición económica, terminamos creyendo que se trataba sólo de ganas de darse buena vida y desechar preocupaciones. Pero, desde entonces, se lo vio escasas veces salir de su lujosa casa. Y, cada vez que lo hacía, sólo permanecía callado y solitario en una esquina, y sólo se dignaba a pronunciar ante una persona, a la que esperaba, la desgracia que inminentemente le ocurriría. Nadie pudo jamás comprender el porqué de este hábito. Pero nadie lo cuestionaba. Quizá fuera para alguna investigación médica. ¿Quién podía saber? El doctor Pedrada jamás había sido un hombre muy amigable.
Yo había asistido con toda mi familia a la misa que se hacía en el templo del barrio en celebración de la festividad de San José. La desgracia de la tía Zulma nos había conmocionado a todos. Después de la misa, salí con mi familia del templo, y fue aterrador ver el espectro de Nico en una esquina. El se me acercó, palmeó mi hombro derecho, y me dijo, fríamente:
–Morirán de cinco puñaladas.
Y sentí como si la fatalidad se abalanzara directamente sobre nosotros. Volví a vivir esa interminable angustia del saber: una pulcra señora moriría por su sangre, según le anticipara Nico a Celia. Desde el comienzo pensé que esa señora no sería otra que la tía Zulma, pues ella tenía fama en el barrio de ser una obsesiva limpiadora doméstica; y que, si moriría por su sangre, sería quizá de una tuberculosis o del sida. Por lo que llevé a la tía Zulma a hacerse una revisión médica. Pero no tenía nada.
Un día, la tía Zulma podo el gran jardín del frente de su casona y se cortó una pizca la mano con una espina de una rosa del rosedal, pero no le dio importancia porque no sangró casi nada y siguió podando el jardín; pero dentro de un arbusto había un sapo, y cuando podó ese arbusto el sapo saltó y le orinó la mano lastimada, y el orín del sapo le entró en la sangre. Murió, amarilla, veintidós días después.
II
El padre de Nico, don Francisco Pedrada, director del Teatro Buenaventura, nació aquí, en Peonías, e hizo aquí su educación primaria y secundaria, y se recibió, a sus veinticinco años, de licenciado en Filosofía por la Universidad de Peonías. En sus cincuenta y tres años, que recién había cumplido, y en sus veintisiete de matrimonio, algo tristes a las luces de su mujer, fallecida cinco años antes, conoció sin embargo la belleza de la vida, y es que tenía tres hijos y una sobrina; tal orden se destaca en la lápida de la esposa de don Pancho, que él visitaba todos los meses el día diecinueve, recordando que doña Sonia Pedrada cumplía sus años el diecinueve de octubre.
Desde sus cincuenta años, don Pancho conceptuaba al mundo como un complicado rompecabezas, que nadie podría armar completamente, pero quien más se acercara lograría buena parte de la felicidad, pero había que valerse de los instrumentos que el complicado mundo da, con mucha cautela en su cuidado, ya una pequeña equivocación podría ocasionar, espanto, humillación, furia pública, descontento popular...
Había sido don Pancho en su juventud, hasta sus cincuenta años, lector avezado; su literatura preferida era la biológica: gustaba de la reminiscencia teórica de las verdades de la Madre Natura. Deseando conseguir su parte de felicidad, don Pancho aún construía el rompecabezas de modo cauteloso, lento, medroso. Pero fue en el Teatro Buenaventura donde consiguió la pieza maestra.
Don Pancho, de cultura lo bastante superior como para ser bastante distinguido en su ciudad, era, sin embargo, bastante despreciado por sus conciudadanos, quienes desconsideraban la materia gris que llevaba en su ser superior. Había sin embargo quienes, en su docilidad, apreciaban buena parte de las costumbres de don Pancho, como colegas, vecinos cercanos y varios familiares, donde la verdad parecía relucir como el fuego doliente de la mundanidad. Pero don Pancho se volvió célebre por haber encontrado, a los cincuenta y tres años y el el fastidio de su vida, un fascinante consuelo en un inspirado y profético escrito póstumo de Dionisio Pousset, intitulado A vuela pluma, que descubrió como un tesoro escondido en uno de los camarines del Buenaventura. Contaba Dionisio al escribirlo, poco antes de que lo asesinaran, sus treinta y siete años, y con un aspecto tan atropellado en el caminar y el habla que parecía haber abandonado el brío esencial para vivir, sosteniendo a esta sensación, su mirada obstinadamente inconsiderada hacia todo, su monótona vestimenta, usualmente el mismo saco, verde grisáceo, raído y deshilachado, su barba formidablemente larga y sus particulares misantropía y desidia; y aún tenía a la actuación como afán y dedicaba a ella mucho de su tiempo, aunque los dramas, los ensayos y las puestas en escena, se habían vuelto una recua rutinaria...
El escrito de Dionisio Poussett atesorará para siempre el misticismo de Dionisio en las siguientes palabras:
Quien, como yo anda, muy fácil cae de su pedestal, y quien, por la malaria del horizonte permanece andante a pasos firmes, variando ante su volubilidad, en contraste con su condición primera, encontrará al fin una mera consonancia radical que podrá sobrellevar a pesar de su condición “certera”. Pero, para vos ser perseverante, elocuente, pertinaz, tierno, emprendedor, por vos y para vos hay guardada una canasta contenedora de opulentas flores doradas y nueve corazones efervescentes de pasión y amor a corrientes desatado por la misma pasión. Vos, a pesar de la lascivia mundana podés comprender que cuanto luzcas a la oscuridad poco importa en la luz. Y, encontrándote sabrás de la melancolía sin fin expectante en el infierno por vos. Pero podrás salir. Porque te daré lo necesario. ¡Cuánta pasión desatada para vos habrá! Nada podrás hallar en la oscuridad. Ni tampoco yo sé que será mañana. Pero la verdad ahí está. Tú sabrás encontrarla. En el ser presente de mi mansión, la única existente. Mis miradas, mi don, mi condición, mi celeste radicación son su propio sustento. Tu espíritu lo es también de vos. Como podrás saber, en el cielo nos encontraremos en la paz sin fin. Tú y yo al fin. Dionisio Pousset es tanto como una esencia propagada como la existencia, y está en todas partes y ve todo.
III
Pero el corazón de don Francisco Pedrada no pudo resistir la vergüenza que le produjo el escándalo judicial en el que se vio envuelta su hija, Celia. En efecto, ninguna sentencia judicial, en el incipiente desarrollo de la ciudad argentina de Peonías, a excepción de la implacable para los imputados en el sensacional y conmovedor juicio por el asesinato del actor Dionisio Pousset hacía ya una década, había sido tan turbulenta como la que se dictara por el caso protagonizado por un alumno de catorce años del Instituto Ceferino Namuncurá, de la ciudad, y Celia Pedrada, su profesora de Filosofía, de veintinueve años, cinco como profesora. El pleito se había incoado poco después de que la madre del adolescente denunciara a la policía haber hallado en la mochila de su hijo cuantiosas cartas sentimentales que la profesora de Filosofía dirigía al muchacho. Asimismo, dos compañeros de clase del alumno en cuestión manifestaron sus sospechas de que la profesora de Filosofía tenía una inclinada afición por él: ellos lo advertían principalmente en las clases de evaluación escrita, puesto que la docente permanecía considerable tiempo delante del pupitre de tal alumno respondiendo sus secretas preguntas; el mismo, como presunta consecuencia, era constantemente quien tenía las calificaciones más altas en Filosofía. A Celia le dieron ocho años de prisión. Se ahorcó después de los primeros tres.
IV
De mi familia sólo quedamos mi hermano y yo. El era un reconocido escritor, no obstante poco popular, pues no encuadraba en ningún movimiento literario existente. Aunque mi hermano podría haber ingresado en el grupo de los lacerantes, y optar por la determinación irracional del creacionismo voluptuoso, prefirió retener el intelecto febril y tenaz que habría de hacerlo célebre. Tenía treinta y tres años y ya era considerado uno de los mejores artistas de la lengua. Sin embargo, había que conocerlo para poder desgranar esa existencia remota pero crucial que demostraba en sus palabras. Raúl D'Angel, su editor, sabía como nadie de qué estaba hecha el alma del maestro.
–Maestro, ¿te acordás de nuestro encuentro tembloroso con la corriente de los lacerantes? –le preguntó una vez.
–Es un recuerdo indefinido...
–Fue cuando Paulo Casas nos comentó que había descubierto el embrujo esencial que fluye del cántaro espiritual...
–Ahora que lo pienso, cometimos un error al declararle nuestra fe desmesurada en la variación constante de las palabras hermoseadas... Estaría mejor informado si desoyera confesiones apresuradas...
–¿Discutirías, maestro, con ellos, sabiendo que podrían irrumpir destructivos dando esa impresión inclemente de que derriban astros?
–Lo que puedo decirte es que entrando en esas discusiones resolvería toda la conversación con inflexiones y sonrisas.
Pero ambos comprendieron que sólo podrían desestructurar la irreverencia de esos zánganos si desenmascaraban a uno de ellos.
Mi hermano murió de un infarto que le sobrevino en una riña intelectual con Paulo Casas...
V
No sabía cómo tolerar exabruptos coléricos, pero Laura hubiera hecho todo lo que entre sus manos concibiera, si no hubieran insistido en tomarle el pelo, arrancándole pacientemente las agallas. A escondidas, ella agarró todas sus emociones y las pulverizó, con todo lo que alguna vez había sido su ilusión. Sin embargo, su única ilusión sobreviviente era poder albergar alguna ilusión.
Muecas de dolor brotaban en su rostro solemne. ¿Cómo encontrar un hilo de cohesión entre las trampas colocadas una por una en su débil corazón? Prosiguió su camino solitario; benévolo era el viento que la empujaba a un abismo insondable. Hubiera deseado poder sostener su imagen ante la caída abrupta del separatista. Sostuvo en alza su pescuezo, pero la ceremonia caótica había comenzado. Todo ese tiempo esperó por el momento oportuno para dejar constancia de haber seguido viva después de aquel desastre.
Cuando subió a la motocicleta, no se imaginó que cuando saliera de regreso a su patria fuera a encontrar tantas pompas y pañuelos. La multitud oraba ferviente a Dios para que al fin lloviera en la ciudad. Su divorcio de Carlitos, el limeño, le había cambiado los ánimos sociales. Ella sólo buscaba desaparecer de entre la multitud, pero la desazón de saberse ajetreada la hizo retroceder hasta la concentración de fieles en procesión. Procuro la separación, pero la sincronía del vulgo encabezado por Santa Rosa de Lima la había atrapado. Laura, mi única pariente sobreviviente, decidió convertirse a la vida del monasterio. Yo, a mi tétrica vez, mientras me desangro cuestiono en el espejo a Nicolás Pedrada el porqué de su acción.
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